LA PLAYA 4/5
Capítulo 4 – Guernica, Gioconda y otras menos buenas
No sé si es el aire salado o el sol que me da de lleno en la coronilla, pero aquí me siento libre. Como si todo tuviera sentido otra vez. Mis colegas no lo entienden.
—¿Tú a una playa nudista, Sebas?
—¿Con lo vergonzoso que eres?
Y yo pienso: precisamente por eso, imbéciles. Aquí no hay que hablar. Aquí la gente es. Sin caretas, sin etiquetas, sin postureos. Naturaleza pura.
He descubierto que si llegas pronto, pillas buen sitio. Un poco apartado, en las rocas, con la sombra justa pero buenas vistas. Soy discreto, ojo. Siempre lo he sido. Observador, que no es lo mismo. Me viene de familia. Mi padre también era de los que sabían mirar. “Calla y observa, que así se aprende del mundo”, decía. Y yo he aprendido.
Porque no hago daño a nadie. No toco, no hablo, no molesto. Solo admiro. Como quien contempla un cuadro en un museo. ¿Y qué cuadro hay más bonito que el cuerpo de una mujer? Ni el Guernica, ni la Gioconda, ni hostias. Esto es arte del bueno. Natural. Sin filtros.
Además, estamos en una playa nudista. ¿Qué esperan? ¿Que la gente no mire? Las cosas claras: si te desnudas en público, algo querrás decir con eso. Yo interpreto. Soy sensible. Me fijo en los detalles. Una mirada, una postura, cómo se untan la crema… Todo eso dice cosas. Hay gente que no sabe leer los gestos. Yo sí.
Esta mañana está siendo especialmente intensa. No sé si será la luna nueva o qué, pero se nota una energía especial. Hace un rato han llegado tres chicas, muy guapas, modernas, jóvenes, de estas que parecen recién salidas de una revista pero que quieren ir de naturales. Me encantan. Con ese rollo de “soy salvaje pero con pendientes de plata y tatuajes minimalistas”.
He hecho lo de siempre: mirada baja, gesto neutral, pero ojo avizor. Me conozco los ángulos. Mirada en dirección al mar pero desde donde estoy lo veo absolutamente todo.
Hay dos que están juntas en la toalla y me regalan un juego coqueto. Una se tumba mientras la otra la embadurna con crema, tocándole todo el cuerpo despacio. Y cuando acaban, entre risas y tonteo, se empiezan a sacar fotos con morritos y poses para provocarme. Y yo de espectador, sintiendo cómo se me enciende algo que no tiene nada que ver con el sol.
Y entonces ha llegado la otra. Una diosa. Cabello largo, húmedo, cayéndole como una cortina sobre la espalda. Sale del agua y se instala en una roca que hay en frente. Se acomoda y me deja a la vista su precioso cuerpo a toda disposición. En cuanto la he visto, lo he sentido en el pecho. Y más abajo también. Lo reconozco, soy humano. Lleva así un rato y no puedo parar de mirarla.
Ahora es ella quien mira hacia aquí un momento. Me ha visto, lo sé. Pero no ha apartado la vista. No ha fruncido el ceño. Nada. Yo entiendo de esto. Esa mirada tenía curiosidad, con esos ojos de morbo contenido. No soy ningún Adonis, pero me mantengo. Juego a pádel dos veces por semana y desde hace un par de meses he reducido el consumo de cerveza solo a sábados y domingos.
He dejado que la imaginación fluyera. Sin molestar, sin acercarme. A mi ritmo, como siempre. Nadie se da cuenta y si así fuera tampoco creo que importe mucho porque aquí todos van a lo suyo. Si no haces ruido, nadie te dice nada.
Parece que mi diosa tiene calor y se ha vuelto a lanzar al mar para refrescarse. Yo también necesitaría bajar un poco mi temperatura pero es tan placentero que no me apetece parar. La sigo con la mirada y la veo nadar con ese braceo elegante que tienen las tías que van al gimnasio pero sin pasarse. Sale del agua y mientras le gotea el cuerpo se dirige a su toalla. Aprovecho para inspeccionar el panorama.
Y entonces la veo. Otra. Mayor. ¿Cincuenta tal vez? Yo que sé porque a partir de los cuarenta ya empieza la cuesta abajo. Sentada con un libro de esos feminista, con cara de que todo le molesta. Esa seguro que me está juzgando con esos ojos de mustia. Debe tener envidia estando al lado de tres jovencitas. Lógico. ¿A esa edad? No jodamos. Está amargada porque ya nadie la mira ella. Es ley de vida, cariño. El capital erótico tiene fecha de caducidad, como los yogures.
Paso de perder el tiempo y mejor me centro en lo bueno. Las dos chavalitas. Las de la cremita. Las que juegan a tocarse sin disimular, sabiendo que hay ojos atentos. Y, ojito, que ahora me doy cuenta de que están con el móvil apuntando hacía aquí. ¿Me están grabando? ¿A mí? Me encanta. Me acomodo aún más porque saben que se merecen este homenaje. Si me graban es porque les gusta lo que ven, no me jodas. Seguramente quieren guardarse un recuerdo que utilizar cuando estén necesitadas.
Entonces las niñas se levantan y se van a la toalla de mi diosa. Después la pureta hace lo mismo. Se juntan las cuatro, se saludan, se sientan juntitas. Todo muy lésbico. Me cuesta mucho aguantarme. Hoy está siendo demasiado.
Y cuando creo que ya no puedo más se levanta una. Luego la otra. Luego las dos que faltan. Se sacuden la arena y se lanzan todas al agua. Las cuatro. Nadando juntas. Pero no hacia mar abierto. No. Vienen hacía mí. Lo veo clarísimo. ¿Y cómo no? Soy el único hombre en toda la playa. Estamos solos. Saben que las he estado observando en silencio y que he sabido apreciar su belleza sin vulgaridades. Un gentleman.
Opto por quedarme quieto. No quiero parecer desesperado. Y aunque la más mayor no me agrada mucho, no voy a rechazar la escena: una orgía acuática, esa fantasía que tantas veces he consumido pero ahora con mujeres de verdad, todas entregadas, todas mojadas.
Intento hacer respiraciones largas para tranquilizarme, llevo toda una vida esperando este momento. Aunque sea con la de cincuenta.